Durante la semana pasada estuve pensando bastante el tema sobre el que iba a escribir en un nuevo texto que se convertiría en una nueva oportunidad para este blog. Me lo preguntaba con sobrada frecuencia y no acertaba con ninguna respuesta adecuada. Y justo cuando me hallaba más angustiado, tropecé con una columna sobre un tipo que hablaba en dicha publicación sobre eso de derrumbar ídolos y cosas por el estilo. Esto me provocó pensar en los que he tenido (ídolos) y en cómo he tenido que derribarlos (en algunos casos del enorme pedestal que les construí), y al final el asunto ocasionó que me pusiera a reflexionar sobre otro tema que considero más importante y que casi ha sido durante algún tiempo alguna clase de obsesión: el fanatismo. Sí, lo sé, todo suena casi irónico.
Enseguida una definición de mi eterna inquietud:
- fanatismo. Defensa apasionada de creencias, opiniones, ideologías, etc.
Tomando como base esa definición, puedo aceptar sinceramente que yo también he tenido mis épocas como fanático. Y fue de tal manera porque he tenido toda clase de modelos a seguir en diversas disciplinas tan distintas entre si como el arte, el deporte y alguna otra que se me escapa ahora mismo. Aunque la verdad ninguno de ellos se convirtió en un tótem para mí, simplemente los admiraba, deseaba emularlos, me encandilaba su innegable talento y probablemente ambicionaba la trascendencia que habían logrado. Sí, porque a pesar de estar muertos (incluso desde hace siglos) se seguía hablando de aquellos seres especiales y de lo que habían realizado en este mundo terrenal. Sin embargo, yo siempre quise seguir siendo yo; no obstante de la fascinación que sentía por cada uno de ellos, jamás quise perder mi individualidad. Por esa razón, siempre estaré en contra de ser un fanático, no importa a qué asignatura este adscrito el aquejado. Como bien señalaba alguna frase (que no recuerdo ni donde haberla leído) el fanatismo es vivir bajo convicciones ajenas.
En algún punto toda clase de fanatismo se vuelve una enfermedad. El limite entre ser un apasionado y un entusiasta de lo que sea y un intolerante, intransigente o extremista es muy delgado. Por eso, en un colmo del lenguaje todas esas palabras resultan más o menos tener el mismo significado, son sinónimos.
Ahora bien, yo no estoy en contra de las convicciones, de hecho creo que son absolutamente necesarias. Todos requerimos el volvernos parte de alguna clase de ideología, de creer en ciertos valores, de pertenecer a alguna doctrina que nos ayude a dilucidar que clase de decisiones tomamos todos los días. Sí, pero siempre y cuando sean propias o que por lo menos si son las de alguien más tomemos lo que se ajuste a nuestra propia idiosincrasia. De otra manera, nos convertimos en parte de una manada a la que le tienen que decir todo el tiempo y en toda crisis qué hacer o qué no hacer, que está bien o qué está mal. No me jodan, yo prefiero decidir por mi, prefiero pensar por mi mismo, ya que al final de cuentas esta es mi vida y de nadie más. Yo soy el único dueño, el capitán que quiere dirigirla al puerto que más me convenga.
La primera persona excesivamente admirada por mí no fue mi padre, como se suele decir en alguna clase de curso de superación personal. No, mi primer ídolo fue John Lennon. Me fascinaba su personalidad, su forma de comportarse ante el público, su humor, su capacidad para escribir por un lado la más hermosa canción de amor o por el otro una melodía totalmente cruda y llena de dolor. Conforme fui leyendo más sobre su vida, me fui dando cuenta de que al final era un ser humano como yo, lo admire más y cuando supe de su historia de abandono incluso llegué a identificarme a un nivel ciertamente más profundo.
Sin embargo, algunas cosas han dejado de gustarme. A mi entender, siento que debería ser natural que con el transcurrir de los años las personas cambiemos de gustos, que a cierta edad nos empecemos a inclinar por otra clase de cuestiones diferentes a las de antaño. No me sucede con Lennon, lo sigo teniendo en un lugar especial de mi alma, pero ya no es un pedestal. Me mostró aspectos muy interesantes de distintas cuestiones y le estoy agradecido por ello, aunque jamás lo haya conocido.
Pero aún hay muchas personas, ideas, obras y muchas cosas más dignas de ser descubiertas. Estoy convencido de que tras conocer de manera general las obras de algún artista o la personalidad que sea, es casi una obligación para un ser humano continuar en la eterna búsqueda de algo más. No algo más como suena, no algo más interesante porque es probable que eso no sea posible. Más bien, algo simplemente distinto.
De tal manera que muchas personas (sí, fanáticas) me parecen totalmente estúpidas, puesto que a los cuarenta años siguen escuchando las mismas cosas que en la secundaria o teniendo a esas alturas del partido los mismos gustos y las mismas filias que cuando se era adolescente. Se los digo, esas personas no son de confianza, están realmente enfermas. Y si no es posible que se me tome seriamente , si se tienen la ocasión de conocer a un individuo de tal envergadura, se debe intentar hablar mal de alguna de sus deidades de barro y notar sus reacciones totalmente exageradas ante un simple comentario. No sé por qué, pero mientras escribía eso recordé a varias de mis primas, mujeres gravemente dañadas por tal trastorno. Incluso me produce mucha risa evocar el momento en el que a una de ellas le hice una broma sobre el fútbol (sí solo vive para el balompié) y desde entonces ha dejado de hablarme. Pff... ¡qué dolor! Menos mal que no estábamos interactuando frente a frente o me clava un cuchillo en el costado.
Cuando se descubre a un ídolo, se consumen todas sus obras, se habla de ellos en cada oportunidad e incluso suele darse que se intenta demostrarle al mundo alguna clase de lealtad hacia esos gustos especiales, tan propios de un ser diferente. Como sea, al mundo le vale madre que te gusta o no.
En fin, creo que eso estar idolatrando a todo ser viviente que se cruza enfrente de la propia existencia, es característico de una etapa en la vida en la que se están buscando toda clase de guías y modelos para seguirlos, al mismo tiempo que se va descubriendo este inmenso universo. Sí, creo que se llama adolescencia.
Eso de ser fanático está bien cuando se es joven, entre más pasan los años y se sigue formando parte con el mismo orgullo y entusiasmo del club de fans de aquel grupo formado por chicos (que parecían más chicas) en el verano del 96, solo provoca vergüenza, risas o a largo plazo resulta que nadie los toma en serio. O por lo menos, ese es mi caso.
Tanta gente tan vacía habitando este hermoso planeta. Yo prefiero buscar que me gusta y que no, que está bien o que no, antes que alguien venga a decírmelo. Pensar conlleva un esfuerzo y se gasta energía, pero bien vale y mucho la pena.
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