Director: Víctor Erice
Duración: 97 minutos
País: España
Elenco: Fernando Fernán Gómez, Teresa Gimpera, Ana Torrent, Isabel Tellería, Ketty de la Cámara, Estanis González, José Villasante, Juan Margallo, Laly Soldevila, Miguel Picazo.
" Una sensible niña de siete años de edad, que vive en un pequeño pueblo español en 1940 queda traumatizada después de ver la película Frankestein, lo cual la lleva a refugiarse en su propio mundo de fantasía."
Sería absurdo leer un poema y crítica lo poco entretenida que es la historia. El que lee poesía sabe que no va a encontrar eso, sino sentimientos, reflexiones y estados de ánimo. El objetivo es por tanto, diferente al de la novela. Esto mismo ocurre con esta obra cinematográfica (y otras tantas cintas controvertidas), a la que simplemente hay que verla sabiendo que es una película diferente y que no va a ser para todos los gustos.
No se me ocurre mejor sinopsis sobre esta película que la siguiente: El espíritu de la colmena es un acercamiento a los temores y confusión de la infancia, pero contextualizado bajo la sombra de la guerra civil como ese monstruo que asoló a un país y recién terminada, aún sigue teniendo un efecto destructivo sobre los que sobrevivieron. Me gusta también la frase ventanas ámbar en alguna crítica, porque es la mejor descripción que se me ocurriría para sintetizar la impresión que deposita en mis ojos la red de luz color miel sobre la que se tejen las imágenes de la película.
El relato nos traslada a los pensamientos de Ana, una niña confundida e inocente que está a punto de descubrir el miedo a la muerte. De tal manera que el director utiliza todos los recursos para recrear el horror que significa darse cuenta de la existencia de la muerte y cuan presente está en el día a día.
Los planos, los colores tristes y melancólicos, la música, las miradas, las pausas y los silencios, todo ello nos introduce en la mente de Ana e incluso nos traslada a nuestra propia infancia.
En la cinta (casi) todo cumple su función a la hora de describir qué es lo que siente Ana y qué la hace explotar, por llamarlo de alguna manera, al final de la película. La presencia de la muerte en las setas venenosas, en la vía del tren o en la hoguera son elementos claves para entender este punto, pero también lo es la situación familiar, que contribuye de manera indirecta al terrible miedo que siente la niña, un miedo del que intenta huir buscando al espíritu del monstruo. Pero no hay espíritu y no hay vida después del fin, solo la nada.
Cintas como esta, hay que abordarlas completamente descansado. Y, si es posible, con alguna motivación extra. En mi caso ese aliciente consistía en disfrutar una de las mejores películas de la historia del cine español. Empecé a verla no sin ciertas reservas. Su cadencia lenta, lentísima, hacía presagiar alguna clase de bodrio de proporciones bíblicas. Sin embargo, avanzado ya el primer tercio de su metraje, la obra de Erice fue sumergiéndome de manera inevitable en una atmósfera hipnótica, casi fantasmagórica, que ya vaticinaba lo que iba a ser: una experiencia mística y sensorial absolutamente fascinante.
Qué gran sensación cuando alguien te cuenta una historia siendo tan consciente de lo que hace a través del cine y no de otro medio. A partir de ahí, esa persona o grupo de personas se preocupa de todos los detalles, tanto técnicos como narrativos para ofrecer una obra de una calidad altísima. Esta es la impresión con la que me quedé tras la hora y media de belleza y sensaciones que derrocha esta película.
Conseguir que un mundo en el que casi no pasa nada te atrape como espectador, en el que los personajes apenas dan pistas de cuales son sus motivaciones, es una autentica delicia. Es un mérito que el señor director mantenga la tensión solo con minúsculos detalles, insinuaciones casi imperceptibles que nos guían por una pradera sin vida, sin alma. Como el Frankestein de ambas películas ese mundo es la tenue sombra de una sociedad plena y natural.
Mención especial a las pequeñas Ana e Isabel, que me consiguieron hipnotizar con su tierno susurro, el cual en mis oídos se convertía en alguna especie de sinfonía celestial. Solo con verlas interactuar logré regresar en el tiempo para pasear otra vez por un universo imaginario, en el que todo es un misterio y la vida es pura fantasía.
La historia, interpretaciones paralelas aparte, y quizá como cuento que es en forma, no es compleja en narración, pero cuida al máximo todos los detalles. Las ambientaciones, planos, colores, acercamientos, impresionan constantemente y el ritmo con el que fluye es perfecto. La manera en que se presenta es totalmente sensorial, ya que consigue despertar multitud de sensaciones de una forma natural, yendo desde la ternura inicial con la incomprensión de Ana ante lo sucedido al monstruo de Frankestein, hasta la pena o compasión por cómo se desarrollan cada de los acontecimientos posteriormente.
Remarcar el cuidado con el que se construyen todas las escenas, quizá algo no muy frecuente en el cine español (y en la mayoría del cine) y sin embargo, disfruté con cosas simples como Ana echando ramitas al fuego para que no se apague (seguro que muchos lo hemos hecho de niños), la composición de enorme puertas dentro de la casa que se muestra un par de veces, un acercamiento hacia Fernán Gómez cuando se acerca a la ventana con forma de colmena, etc. Además, el director crea cierta belleza de la decadencia, véanse por ejemplo las paredes y aspectos en general de la casa en la que vive la familia.
En conclusión, no es una película perfecta, es difícil de comprender y digerir y la excesiva duración de los planos puede acabar con la concentración y la paciencia de muchos espectadores. Pero es fascinante. No se puede sentir indiferencia hacia el personaje de Ana Torrent, que habla en susurros, que calla y que mira fijamente para que seas participe de sus pensamientos.
Es difícil no sentir empatía con ella, sobre todo, porque todos hemos sido niños alguna vez y todos alguna hemos tenido miedo a la muerte.
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