Agradeció a su abuelo la construcción de ese chalet con un largo, angosto y oscuro zaguán, ya que allí, comenzó su vida sexual y amorosa.
Noche tras noche con su primer novio, se apretaban uno contra el otro y se besaban interminablemente.
Besos abiertos, completos, húmedos.
Los cuerpos comenzaban a darse cuenta que todas las hormonas, que habían cambiado en la incipiente adolescencia, eran para algo.
Descubría por primera vez como el miembro de un hombre se endurecía, podía sentirlo a través de los pantalones a medida que los besos seguían unos a otros y ella misma sentía que su vulva se hinchaba y se mojaba; a veces dolía, pero el dolor lejos de provocarle un malestar le daba placer.
Entonces, cuando ya creía que iba a morirse de algo, que no sabía qué era, la voz de su padre, llamándola, la traía de vuelta de esa pasión al mundo del zaguán oscuro y frío.
Nunca supo cómo su papá, calculaba justo el momento en que ya sus fuerzas caerían para siempre en esa dimensión desconocida. Pero él tenía la percepción justa de que el tiempo prudente de una despedida de novio había terminado, y que su hija debía entrar a casa decorosa y virgen como siempre.
Entraba tan turbada que se metía en el baño a lavarse los dientes. No quería ver a nadie, tenía miedo de que se notara el cambio, sentía que la podrían oler, que emanaba de ella un olor especial, olor a hembra caliente, olor a deseo, olor a sexo hinchado y jugoso.
Sentía vergûenza y se acostaba pensando que en esa dureza que se refregaba sobre su Monte de Venus y que la llevaba a encender todas esas nuevas sensaciones; pero nunca se tocó, empezó a masturbarse luego de muchos años.
Las noches de los martes y jueves, se convertían en guerreros ardientes a prueba de fuego, y sólo la batalla se detenía con aquellas palabras mágicas pronunciadas por su padre, que llegaban siempre en el límite de lo que la virginidad podía soportar.
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