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Falso Romance (Segunda Parte)

La primera vez que la vi, ella no me vio. Sí, sé que suena estúpido e inverosímil, pero así fue.
Era una tarde lluviosa de septiembre y me encontraba en casa totalmente aburrido, sin mucho por hacer. Así que no hallé mejor opción que conectarme a la red y para no variar ahí estaba ella.
Comenzamos la charla con las mismas trivialidades con las que el común de la gente suele iniciar una conversación, después se ausentó sin dar muchas razones, dejándome boquiabierto por unos minutos. Al regresar se disculpó, explicándome que el motivo de su retirada se debía a que en esos momentos estaba atendiendo el negocio de su ex enamorado. En ese instante dos cuestiones despertaron mi insaciable curiosidad: primero ¿cómo podía seguir viendo con tanta frialdad a su ex pareja después de lo que le había hecho? y segundo ¿qué hacía una princesa como ella ocupándose de los asuntos de esa misma persona? Me pareció que ambas interrogantes estaban completamente fuera de lugar y las dejé por la paz, ya que ella seguramente no iba a ser la eminencia que las despejara.
Me dí cuenta que en cuanto a incógnitas era preferible sacar algunas que a simple vista parecieran inofensivas; por eso le pregunté cual era el giro del negocio y en donde estaba ubicado, sin reflexionarlo demasiado y únicamente para tener algo que escribirle.
Mientras bebía un poco de café y me abrigaba para combatir el frío, ella me respondió con firmeza que el lugar estaba consagrado a la atención a clientes que poseían un celular y remató dándome la dirección exacta del establecimiento.
De primera intención ese último dato no me pareció más que una cuestión meramente incidental y la charla continuó justo como había arrancado. Luego vino un lapsus de distracción, con la mirada y la atención puestas en nada. Hasta que ambas salieron de su letargo, se posaron en el nombre de las calles y de manera fulminante apareció en mi cabeza una idea que era hasta cierto grado productiva: qué tal si acudía a aquel local ya que no estaba tan retirado de mi lindo hogar y si salía al mundo el fastidio con que contaba seguramente iba a menguar, para consumar el plan tan rentable que se me había ocurrido acechándola desde lejos y desbaratar de este modo todas las posibles representaciones mentales que tuviera de ella. Yo sólo creé aquel enredado proyecto y yo solo determine la resolución final: sí, si voy.
Cuando llegué descubrí que lograr verla desde la acera de enfrente no iba a ser labor simple. Ella se encontraba sentada en lo que parecía ser un banco que detentaba una altura menor al mostrador donde se despachaba a los usuarios. Desde esa perspectiva yo sólo alcanzaba a divisar una pequeña parte de su cabeza. Por ello me apresté a moverme con rapidez de un lado a un otro, tratando de acertar en mi búsqueda de la óptica más adecuada, con la mayor esperanza de tropezar con ella aunque fuera por error. En eso estaba cuando me percaté que las personas que andaban por el lugar no dejaban de mirarme asombrados por mi comportamiento, como si fuese una especie de bandido esperando el momento justo para limpiar a los demás de sus pertenencias. Y por esa razón determiné acomodarme en una pequeña barda de una iglesia que estaba al otro lado de la calle, resuelto a concluir con las sospechas.
La espera fue desagradable e interminable como todas ellas. En algún punto el ex pretendiente regresó y minutos después los dos salieron juntos del lugar. Observarla de esa forma, sin que ella lo notara fue una experiencia muy original. Era justo como yo la imaginaba: alta, delgada, morena y con ademanes que exhibían su acentuado endiosamiento. Ella aguardó a que le abriera la puerta del auto, él lo hizo y partieron con rumbo desconocido.
Días después me atreví a revelarle mi secreto voyeurista y la ocurrencia más destacada que pudo sobrevenir de su intelecto es que aquello no era justo. Que lo más apropiado para saldar cuentas era que ella debía conocerme también y no obstante que yo le hubiese explicado que lo mío no había sido propiamente una cita, no quiso escuchar más razonamientos y me preguntó cuando era posible que nos reuniéramos. En realidad no fue tan radical como parece, simplemente yo le dí un motivo para emprender un cometido que los dos habíamos estado alargando durante meses.
Nuestro primer encuentro cara a cara fue una tarde soleada de septiembre de aquel año. Recuerdo perfectamente la inquietud que me envolvió durante toda la jornada en el DIF, en donde realizaba mis prácticas profesionales. Cuando por fin conseguí abandonar el edificio espantoso y gélido aquel, sentí un enorme alivio por salir de allí, pero mi preocupación se incrementó considerablemente al palpar el primer rayo de sol sobre mi rostro. Caminé hasta el punto de la citación y esperé cerca de 20 minutos a que llegara la hora señalada y junto con ella la fémina que me tenía en ese estado. He de decir que mi ansiedad no se debía a inseguridades sobre mi físico o capacidades intelectuales, sino a que soy una persona sumamente impaciente y permanecer así me revienta el poco equilibrio que poseo.
En fin, la hora llegó y ni rastros de ella. Tomé el teléfono y le llamé, a lo que recibí como respuesta un "no te preocupes, si voy a ir, estoy a 5 minutos de allí, voy a llegar por la calle de Carranza."
Como no tenía claro a cual de las dos calles se refería (en esa zona de la ciudad convergen dos calles que se llaman de esa manera) me preparé a ubicarme el punto exacto donde confluyen mentadas avenidas. Al dar la vuelta a la esquina, para mí sorpresa ella ya estaba ahí, dándome la espalda (literalmente) y mirando para todos lados intentando localizarme. Me acerqué sin hacer ruido y la estruje con mis brazos, rodeándola por detrás. Ella volteó y nuestras miradas se cruzaron.
Su mirada era asesina, parecía que sus ojos no guardaban un alma en su interior. Después su boca sólo se abrió para preguntar "¿Javier?", a lo que contesté como es mi costumbre concisa: "Sí, soy yo".
Nos trasladamos al sitio y el que en realidad era un breve trayecto hacia el cafetucho fue todo un martirio para mí. Le gritaban piropos todos los hombres con los que nos cruzamos desde los autos que circulaban aquel atardecer sofocante como lo fueron todas sus "galanterías" hacia ella. En cambio ella se mostraba imperturbable ante tanta obscenidad, incluso llegué a pensar que lo estaba disfrutando y años después descubriría que yo estaba en lo correcto.
Analizándola de manera retrospectiva me doy cuenta que aquella primera cita no fue nada del otro mundo. Yo me enfrasqué en un monologo que con el transcurrir de los minutos desencadenó en un soliloquio interminable. Prácticamente no establecía contacto visual conmigo y si lo hacía duraba un santiamén. Un par de años después me enteraría que ella sufría justo en ese instante un ataque de pánico.
Convencido de que la estaba impresionando profundamente con mis temas tan trascendentes e intensos, nunca me molesté en preguntarle a que se debía su mutismo y seguí hablando durante horas. Sin embargo, si pude captar que cuando yo disertaba sobre psicología y otros tópicos de mi interés, por segundos yo dejaba de mirarla y quien tomaba ese papel de espectador era ella quien me observaba con mucho interés y asombro. Cuando mi mirada volvía, desviaba la suya al mismo lugar del principio.
Al salir me pidió que camináramos un poco y así lo hicimos, dimos dos vueltas a la manzana para volver a la entrada del café. No platicamos mucho en aquel breve paseo y supongo que en lo más recóndito de su ser deseaba salir corriendo de ahí. Se despidió de manera afectiva expresando que le había dado mucho gusto conocerme finalmente, pero sin llegar a ser efusiva. Tomó un taxi y se marchó.
Convencido de que le gustaba, la había deslumbrado con mis ágiles procesos mentales y mi erudición, me atreví a invitarla al cine unos días después.
La espera fue muy parecida a la de nuestra primera cita. La zozobra abarrotaba toda mi humanidad, tanto mi cuerpo como mi mente. Básicamente porque había estado planeando en mi cerebro la forma idónea de darle un beso.
Acordamos en encontrarnos ahora en un plaza esnobista de esta ciudad que estaba más cercana a su casa que al lugar donde yo "laboraba".
La película la eligió ella. Ahora mismo no recuerdo ni su nombre, pero si que era terriblemente aburrida. A pesar de ello, se mostraba muy atenta lo que aparecía en la pantalla. Lo sé porque mi interés no estaba centrado en la cinta, sino en juntar con sus labios con los mios. Me pareció que lo más conveniente para conseguir mi propósito era ir acercándome poco a poco y se me ocurrió tomarle la mano. Al principio parecía no enterarse de lo que yo estaba realizando, después volvió en si y la quitó sin decir gran cosa. Siguió viendo el filme y yo me acurruque en un rincón de mi asiento interpretando aquello como un rechazo (para no variar, años después conocería que en aquella función también sufría un ataque de pánico).
A la salida del gran espectáculo yo me sentía totalmente desencantado, pero preferí no destaparlo en su presencia. En cambio, opté por acompañarla a una tienda en donde se comportó de una manera que yo no comprendía: sonriente, animada y divertida. Ante tal postura tuve que tomar una decisión respecto a ella y me incliné por desaparecerme de su vida hasta nuevo aviso.
Nos encontraríamos por accidente algunas veces en la red y yo continuaba furioso, dedicándome únicamente a reclamarle su alejamiento cuando yo intentaba acercarme y eso generó muchas batallas. Pura necedad. Y es que ella decía que no y yo que si, sin llegar a ninguna resolución clara.
Por ese motivo todo lo que tuviera que ver con ella lo postergue indefinidamente. Preferí quedarme con mi soledad y llevando a cabo eso estaba, cuando sin imaginarlo me metí a otra plaza (no tan snob) y al bajar por unas escaleras eléctricas choqué de frente con la mujer de tantos años y me volví a quedar a su lado. La otra siempre podía esperar. No volví a verla en lo sobrante de ese año.

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