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Y mi único vicio es la velocidad

Otra maldita noche sin poder dormir. Pensando en todo y en nada. Como volviendo a leer a aquel escritor experimentado que decía que le gusta la prosa sin comas, sin puntos y seguido, sin pausas, una prosa larga. Para que se alargue también el lenguaje, según él, para no permitirte que respires.
Yo no puedo, me gusta la prosa corta y precisa; la que te pega en el punto que más te provoca dolor. La que te lleva a leer todo el texto, fragmento por fragmento, palabra por palabra, la que ataca tu inteligencia sujetándola por su delicado cuello y te amedrenta; te atrapa con tanta astucia que no puedes escaparte.
En fin son puras divagaciones de la oscuridad preciosa, de un anochecer repleto de recuerdos y de canciones que jamás terminarán, por lo menos no en mi cabeza.
Han transcurrido tres días sin que me aparezca por el trabajo, quizá hoy sea el cuarto. No he asistido a tan brillante lugar por varias razones, entre las que destacan: No quiero verles las caras a varios de los miembros de inagotable e incansable inteligencia que pertenecen al no poco menos incompetente sistema municipal, en segundo lugar me he sentido agotado por tanto abuso de sustancias (realmente acaban conmigo) que me aceleran la cabeza y sus hermanas las ideas. Por momentos me preocupo porque siento una gran ansiedad que me genera un incendio de pensamientos, lo que me lleva a creer que falta poco para volverme loco. Eso no se lo digo a nadie, ni a ella.
Sin embargo, también me deleito creyendo que es un potencial que permanecía hasta hace poco dormido, encubierto y disimulado por tanta represión, por tantos prejuicios e inseguridades, me parece que he vuelto a la vida, he vuelto a nacer aunque sea al revés.
En el momento en el que toda esa energía llega a su cúspide soy yo en realidad: agresivo, ofensivo, arriesgado, un tipo que no tiene que cumplir con las observancias que le dictan los demás, nada de ejecutar ordenes, únicamente las propias. No obstante todo ese cúmulo de potencia, como bien subió de igual forma tiene que descender. Cuando eso sucede el maltrato hacia mi cuerpo que es sagrado (por lo menos en el discurso) se convierte en tortura, es endeudarse con él, como engañarlo diciéndole que todo iba a ir perfectamente con solo dejarse convencer; con la promesa de ser penetrado sin dolor.
Al comienzo no lo siente, ni sabe que sucede, sólo que se siente bien, sin queja. Después en el descenso aprecia como su bello rostro acaba estrellándose contra el pavimento, con una fuerza tal que acaba por destrozarse completamente. Esas ideas de muerte y locura se conjugan como pulsiones, se convierten en obsesiones y no dejan de aparecer desde que estoy sumergido en las adicciones. Lo sé, conozco como puedo destruirme y lo hago, aunque sea de una manera semi-inconsciente, me ayuda tener conocimiento del hecho, sin lograr detenerlo del todo. Porque realmente no quiero demorar este proceso, muy en el fondo me siento tan despreciable, tan insubstancial, tan vacío y tan poco merecedor de lo que poseo como cualquier otro ser y en ese mismo fondo veo al sujeto talentoso, perspicaz, ingenioso, casi infiltrado de clarividencia que puedo llegar o que he sido a lo largo de mi tránsito por este mundo terrenal.
Los preparados que ingiero me dan esa valentía que no suelo presentar, y no anhelo dimitir de ellas.
Mejor me voy a dormir, he sido interrumpido en mi monólogo interno público.

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