Director: Raoul Ruiz
Duración: 163 minutos
País: Francia / Italia / Portugal
Elenco: Catherine Deneuve, Emmanuelle Béart, Vincent Perez, John Malkovich, Pascal Greggory, Marcello Mazzarella, Marie-France Pisier, Chiara Mastroianni, Arielle Dombasle, Edith Scob, Elsa Zylberstein, Christian Vadim, Dominique Labourier, Philippe Morier-Genoud, Melvil Poupaud, entre otros.
" Una épica, exuberante y elegante historia que nos lleva a través de un viaje en el tiempo por el laberinto infinitamente complejo que es la huella de la memoria que le perteneció a Marcel Proust."
Este debe ser sin duda uno de los proyectos cinematográficos más ambiciosos que haya visto, al mismo tiempo que arriesgado y que de algún modo resulta triunfante en sus elevadas aspiraciones. Sin embargo, no consigue salir victorioso en la tarea de retratar el trabajo de Proust en mi opinión, solo consigue reproducirlo de manera ciertamente muy distinto, más allá de que se vuelva muy similar en otro ámbito narrativo.
Dicho de otra manera, Proust usó la magia de las palabras para lograr tejer lo que significó una vida a partir de los fragmentos vitales que recordaba en su cabeza. Dicha magia depende de la capacidad de la palabra escrita para generar imágenes en nuestras mentes: Proust descubrió la habilidad de crearlas de tal manera que converjan con las imágenes recordadas (las nuestras, aunque el decide en donde emplea el foco de la atención que es aparentemente suyo). Por lo tanto, diría que esto que describo es un tipo muy particular de arte que es esencialmente autorreferencial y que de manera indiscutible es autogenerado. Y a mi juicio, ninguna vida debería existir sin este competente recurso. Y desde luego ninguna vida que se nombre a sí misma como literaria, puede desarrollarse sin hacer uso de el.
Es evidente que el cine difiere en los medios que utiliza de la literatura por supuesto, pero en este contexto la disparidad se vuelve más profunda. Un filme por si mismo se trata de una colección de imágenes. Dichas representaciones visuales pueden coincidir con las que están presentes en nuestros recuerdos, aunque estas se hallen más ancladas. Y dado que son generadas por nosotros mismos, tenemos que permitir que continúen fluyendo en lugar de dirigirlas hacia un punto en especifico.
El experimentado director chileno Ruiz se aproxima a esta noción desde una perspectiva propia de un cuentista, lo que implica que puede conseguir que las imágenes cinematográficas se transformen en un elemento menos determinado, mucho más vago. Por lo cual, la solución funciona de alguna forma: se nos presenta una gran cantidad de personajes, unido a una escasa base narrativa y muchos plegamientos: se dedica a torcer el concepto del tiempo, a darle forma curva a las imágenes y a intercalar una gran cantidad de observadores. De esta manera, las estampas que se nos regalan son más suaves y flexibles de lo habitual y permite algo que podría denominarse como la pérdida de conciencia de Proust.
Pero está más que claro que no es lo mismo: para el espectador la experiencia solo resulta ser la de estar contemplando a un ser que está creando una vida por medio de los recuerdos que guarda de la misma; sin embargo, realmente no participamos en la forma íntima y compartida de la que obviamente se suele disponer en la literatura. Y en lugar de vincularse con un libro sobre una vida, tenemos una película sobre un libro que trata sobre una vida. Todo un enredo.
En consecuencia, la mentada diferencia es significativa en algunos aspectos: cuando aparece Giberte en pantalla, no es posible evitar enamorarse un poco de ella. O que decir cuando algún concierto está totalmente en marcha, observamos a Marcel que parece advertir alguna cosa que roba toda su atención. Más adelante, cuando el escenario se modifica, y se llega a comprender que se está produciendo una epifanía múltiple que sigue su curso, de igual manera se llega a la conclusión que desde el lugar del espectador jamás fue posible llegar a verla. Es decir, se participa en una experiencia cinematográfica, no en lo que encarna una vida. Esa vida se desarrolla parcialmente para el público en imágenes más tarde, pero sin llegar a reconstruirla.
En efecto, todo este contenido se proyecta a manera de una especie de meditación visual. Ahora mismo se me viene a la mente la grandiosa In the Mood for Love que funciona en parte por esos lugares, al igual que The Thin Red Line.
Esto se distingue en el aspecto de un cierto voyeurismo inherente y un realismo mágico creado por uno de los personajes en la pantalla, y la impactante música generada por otro de ellos.
La secuencia de apertura es un claro indicio de ello. En ella los créditos van acompañados de una mirada familiar del agua pasando sobre las rocas. No obstante, se desplaza río abajo y cede antes de que cualquiera se de cuenta, y luego retrocede río arriba, mostrando la idea general del filme allí mismo. Luego surge una notable escena de dormitorio que, en sí misma, es uno de los momentos más destacados de la película: el dictado se acerca al genuino efecto Proust, y el movimiento surrealista de los muebles que se mueven hacia la cámara es realmente hipnotizante.
Finalmente, no debe olvidarse que existen otros placeres más simples que suelen adorar los fanáticos de las películas históricas: aquellas casas de campo con sus asombrosas avenidas, las mansiones citadinas con sus vastos pasillos, la coreografía de las escenas de alguna fiesta, los disfraces sublimes; en pocas palabras la elaborada recreación de un tiempo y lugar.
En suma, el filme puede resultar denso y profundamente emocional, y como si se tratara de un grupo de peones en un juego surrealista, los maravillosos actores revelan una gran profundidad, aunque Marcello Mazzarella se destaca personificando a un héroe más comprensivo que el de Proust.
Como sea, es Ruiz quien es la verdadera estrella, descubriendo el significado oculto del libro con imágenes sorprendentes, inquietantes, enigmáticas, elegantemente pulidas, así como deja una rara sensación que deslumbra por su conocimiento tanto de la naturaleza como del artificio.
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