La calle.
Muy de mañana, donde nace el día, aún no salen los primeros rayos del sol pero ya es abrazada por la luz.
La calle... desierta, con el olor a humedad que deja la brisa de la madrugada, con esas sobras de la bruma que alcanza a llegar hasta aquí, los residuos de la brisa marina, y su sentimiento salado viajan kilómetros hasta él.
Desde su casa se ven muchas cosas.
Se ve el mar, pero irónicamente solo puede ver el mar del país vecino.
Ve lo que alguna vez fue el centro de su ciudad, hoy es la zona norte, y aún con lo bello de la mañana no puede evitar mirar en esa dirección y lamentarse por las decenas de niños que se gastarán el día pidiendo limosnas; para ellos no hay esperanzas de una buena educación, mucho menos de una vida digna. Sus esperanzas son comer algo el día de hoy y cuando crezcan un poco, la esperanza se volverá conseguir una bolsa de pegamento.
Regresa la vista a su calle, y se olvida completamente de los niños - ¿acaso no lo hacemos todos?- se pregunta, - ¿acaso no es más fácil así?- se repite una y otra vez.
La calle.
Una anciana la cruza, tan pobre ella.
No la conoce, pero va cubierta con una toalla, y piensa: " el rebozo ya era demasiado viejo... tal vez, tan viejo que ya no cubría sus débiles pulmones de esa brisa de la mañana, de ese residuo de la bruma, y de su sentimiento salado."
Y reflexiona: "Para cuando los niños del centro inhalen pegamento, ya estará muerta"
- Mejor me olvido de ella, ni siquiera la conozco, sólo sé que es muy pobre- vuelve a pensar.
Los primeros rayos del sol ya aparecieron. La calle, llena de actividad, los niños camino a la primaria mientras que algunas adolescentes de secundaria se doblan la falda, pensando en ser más atractivas, sin embargo sólo muestran sus piernas flacas, tan sólo muestran sus ganas de crecer.
Algunas de ellas conocerán el sexo dentro de poco, algunas de ellas tendrán que aprender a ser madres sin haber aprendido antes a ser mujeres; mientras tanto los niños de la calle inhalan cemento y la anciana ya se murió.
Bendita anciana, benditos niños, benditas madres adolescentes, su tragedia lo hace recordar lo afortunado que es.
- Maldito sea mi corazón egoísta- dice notablemente molesto.
Tan humano él, y tan egoísta.
La tarde pasa, toma esa coloración tan perfecta, el mar extranjero que le gusta ver se ve opacado por su vecino el horizonte, y por el sol muriendo en él. De repente el cielo se volvió rojizo, es de noche ya.
Y en unas horas regresará ese olor de la mañana, ese rocío en las hojas de los árboles, esa brisa que lo hace sentir vivo, los residuos de la bruma; el sentimiento salado del mar entrando por sus poros y el vapor saliendo de su boca.
Recargado en el balcón mirará de nuevo la calle, mirará de nuevo lo hermoso que puede ser todo con la luz adecuada y con el corazón despierto. Si la anciana pasa de nuevo, le dirá buenos días con una sonrisa y si no pasa la olvidará.
Luego, cuando decida de nuevo mirar la mañana tal vez la recuerde, a la bendita señora, quien tiene al menos 80 años de vida, de historias, de saber, de experiencias. Sin embargo de ella, él solo sabe que era muy pobre, que llevaba una toalla cubriendo su cuello, pues imagina su rebozo se gastó.
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