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Los celos y la sociedad

Los celos son verdes. Lo dijo Shakespeare. Pero no verdes pasto sino verde bilis. Y son horribles. Son un pulpo de ácido muriático nadándole por la vida a quien los sufre. Es como traer cuatro buitres haciéndole día de campo entre las tripas. Una especie de Gillette embravecida patinándole en el estómago del alma. Existe consenso general respecto a que representan una probadita de infierno, y hay a quien le toca sentirlos desde los dos años con la feliz llegada de un hermanito, pero no hay nadie decente a quien no le toque sentirlos nunca, porque para ello se requiere vivir fuera de toda sociedad, cosa que sólo logran los psicóticos y los soberbios, ambos seres hinchados de poder.
Y no obstante, todos hacen como que no, como que uno no está celoso, nada más para no aderezarlos encima con la humillación, porque en esta sociedad macha, supuestamente habitada por Rambos psíquicos que todo lo pueden y nada les duele, superhéroes de la autoafirmación, los celos tienen muy mala fama. Los psicólogos, esos fisicoculturistas de la mente, dicen que son muestra de inseguridad, signo de inmadurez, falta de autoestima, debilidad del Yo. Pero los celos son algo más serio en el neoliberalismo de la personalidad. No se trata de la insensatez de un individuo, sino de la fragilidad de una comunidad que se formó entre dos, por citar el caso típico, toda vez que, en efecto, la pareja es una sociedad, igualita que la grandota, con sus mismas intenciones, reglas, conflictos, efemérides y corrupciones o corrosiones. Así, lo débil es una colectividad, el verde bilis es el color de una sociedad amenazada, y lo que hace el celoso es defenderla, reclamarla, exigirla, contra las fuerzas y poderes internos que la socavan.
Esa comunida débil y verde alguna vez fue fuerte y color de rosa, por ejemplo las veces que se juraban la eternidad y una casita para los dos, período mítico que se conoce con el nombre de Luna de Miel y que representa la fundación de una sociedad. Entonces cada uno solamente tenía ojos para el otro, y pensamientos y lengua y aliento y tiempo para el otro, al grado de que, de tanto mirarse, se volvían uno solo, una unidad, una colectividad en el más puro estilo Timbiriche: tú-y-yo-somos-uno-mismo, que es precisamente como se originan las parejas, las sectas, las bandas, los pueblos, las naciones y otras sociedades: se fundan fundiéndose, y es ese momento lo que se celebra en los aniversarios, sean de casados o de la independencia. Fue tan intenso ese momento originario de deseos deseándose, que entre ambos generan una fuerza mutua, recíproca, centrífuga, nutritiva e inolvidable, que es de lo que se sostiene la pareja. Y los susodichos se sienten soñados.
Pero siempre sucede lo de siempre, a saber que uno de los socios de la sociedad cree que la fuerza que siente es suya, le viene de sí mismo, como luz propia, y se cree lo máximo y se le olvida que para sentirse soñado se necesita que alguien lo sueñe, y entonces se desentiende, agarra por su cuenta las parrandas, se ocupa de lo suyo, la chamba, el coche, la política, y sin darse cuenta, se convierte en ninguneador del otro, su perdonavidas, con lo cual no engaña, no hace nada malo, excepto pasar por alto el hecho de que pertenece a una sociedad, causa suficiente para corroerla de un modo sutil e impensado. La pareja esta en riesgo, y el celoso, con su perspicacia legendaria, se da cuenta.
Etimológicamente, un celoso es un vigilante, el vigía de la comunidad, encargado del mester de celosía; por eso las celosías son esos enrejados anteriormente usados para espiar, y hoy en día para tapar los tendederos. Se trata del deseo más o menos desesperado de recomponer de cuajo la sociedad en cuestión, es decir, de insistir en que vuelva a ser la misma que el primer día de la eternidad cuando no había ojos para nada más.
Lo que necesita el celoso es la locura de primer día, y por eso anhela locuras: quisiera ser todo lo que el otro mira, cada hombre, mujer, niño, perro, cochinilla y osito de peluche que el otro voltea a ver: quisiera ser el dueño de todas las esquinas, periódicos, zapatos y mugre de las uñas en que el otro se fija; ser el autor de todas las canciones, chistes, pláticas y silencios que el otro oye, y oler a lo que huelen los perfumes y saber a lo que sabe la sopa que el otro prueba, porque se acuerda cuando era todo eso para el otro, pero, por lo mismo, al mismo tiempo quiere deshacerse de todo lo que no es, o sea, esfumar a todas las personas, zapatos, chistes y perfumes en los que el otro pone si atención, con los que el otro se distrae de uno. No tolera que ahora existan dos personas donde antes había una sola sociedad.
La piedad, simpatía y respeto que puede inspirar el huésped de un infierno tal es múltiple: por una parte posee la extraña lógica de pedir lo imposible por el solo hecho de que lo imposible fue realidad alguna vez; por otra parte soporta el dolor pírrico de padecer un engaño sin engaño, ya que, ciertamente, los engaños verídicos se arreglan con un simple desengaño; y por último, es plausible la pureza y radicalidad de las intenciones del celoso, que no tienen nada que ver con la envidia, el agandalle, la competencia, la posesividad, la ganancia y otras virtudes de la vida contemporánea. El celoso exige demasiado, pero nada para sí. Es el único martir que no gana el cielo sino el infierno.
Los celos como todo afecto, duran quince segundos o varios años, pero, como todo afecto, se disuelven, y se terminan de una de dos maneras de tres factibles. Primera: se revienta la sociedad de la preja, y solo resta rendirle un homenaje a quien apostó a todo o nada, y ya había perdido de antemano. Segunda: se rinde, y la crisis pasa a la mesa de negociaciones, donde se trueca el todo-o-nada por unas medias tintas sin arrebatos ni de amor ni de odio sino una rutinita moderada, monótona, ni verde ni rosa, sólo pálida pero duradera, que en las sociedades íntimas se llama pareja civilizada y en las sociedades mayores se llama democracia, no del todo desdeñable, Y la tercera manera, que no se da, es que los celos nunca acaban en una segunda luna de miel, que equivaldría a que el primer día sucediera otra vez por vez primera, algo así como ir al zócalo y encontrar un águila devorando a una serpiente en medio del lago, o de recibir una invitación para la Ultima Cena, con apóstoles y Judas y toda la cosa, rigurosa etiqueta. Podrá haber otro primer día, afortunadamente es frecuente, sólo que se da en otra parte y con alguien distinto.
Son sorprendentes las cantaletas con las que pueden salir los celosos: "¿qué volteaste a ver, quien estaba?, ¿dónde fuiste entre las 9:14 y las 9:27 de la mañana?, hace mucho que no te ponías esos zapatos... ¿en quién piensas?" Insólitas cantilenas cuyo veneno llega a metastasear la relación entera, y se diría que son ellos los que clavan la puntilla.
Así se da la paradoja de que quien defiende la sociedad es el que parece que la ataca con sus paranoias y sus moros con tranchete, y de hecho, todo mundo coincide en ver al celoso como el causante de la ruptura. No solo le toca el infierno, sino también la culpa, mientras el otro pone cara de que no rompe un plato. En realidad, no ataca la relación, sino que la azuza, la provoca, la reta, para que responda y dé signos de vida. Puesto que vive en el infierno, la hace de abogado del diablo. Los celosos no han sido jamás los héroes de ninguna historia.
En las sociedades grandes, como las ciudades y las naciones, es este elemento paradójico el que permite reconocer las celotipias, que surgen en períodos de decadencia, cuando se rompe la pertenencia, la identidad y la cohesión sociales, debido a que el poder y fuerza originarias de la sociedad son concebidos como poderes personales de grupos restringidos, denominados los poderosos, o sea, "los soñados", lo cual no pasaría de ser una mera injusticia si no fuera porque la ostentación de esa fuerza, vía la corrupción, la prebenda, el autorrealismo, el racismo, etc., esto es, la indiferencia y el ninguneo de los perdonavidas, pone en entredicho la solidez de la sociedad misma, y amenaza con romper el concordato en el que la colectividad se fundó. Esto parece estar sucediendo en todas partes. Dicho más simple: todo poderoso que cree que el poder es suyo, por definición usa ese poder para atentar contra su sociedad, además de que por definición todo poder hace creer al poderoso que es suyo.
Los celos no aparecen en la sociedad grande bajo la forma de grupos, ni mucho menos de partidos, porque son más radicales y menos organizados; los celos no son una instancia institucionalizada de la sociedad, ni cristaliza en movimientos, ni tiene proyectos: tienen ira y dolor, pero no programas; los celos son una asonada, y por eso parecen destructivos, e incluso, las sociedades grandes se tambalean por su culpa: los teléfonos públicos de toda la ciudad están descompuestos de celos, los cristales de los coches amanecen rotos de celos, los parques y las plazas están sucios de celos, las mujeres son atacadas por celosos y resultan violadas, los adolescentes se embriagan y se endrogan de celos, y la gente que va a su trabajo sufre asaltos de celos, donde pierde la cartera, el reloj y a veces la vida; se advierte el matiz romántico del asunto; en efecto, toda la gama de raterías, crímenes, pillaje, ultraje y sabotaje de poca monta que hace ruido en los proyectos de salud, seguridad, bienestar y orden, cuyo móvil en rigor no es la ganancia, sino la furia sufriente, donde el acto ilegal viene adornado con un plus de rabia y venganza, son los celos de la sociedad, que azuzan y provocan, esperando una de dos, o todo o nada, o que la sociedad vuelva a empezar o que mejor se pudra, de preferencia lo segundo.
A su manera, estos celos son lo que mejor denuncia la ausencia de una "sociedad feliz", ideal que se abandonó desde el siglo XVIII. Los celosos son románticos volteados al revés. Las utopías han devenido celosías. La ilusión se avinagró, y los que bebieron de ese cáliz tienen úlcera sin Melox. En efecto, los actos celosos no reclaman justicia, ni quieren el poder, ni buscan el éxito, porque no son poquiteros ni se conforman con pasar a ser los buenos de la película. No pretenden ser cómplices del engaño sin engaño, sin recrudecerlo y mostrarlo, en un acto de romanticismo extremo, porque las opciones son las mismas para las sociedades grandes que para las sociedades íntimas: no habrá segunda luna de miel; mejor esperar el primer día de otra sociedad distinta. La insensatez tiene sentido.

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