LOS CRONISTAS hacen historia relatando sucesos acaecidos en algún lugar de su predilección. Los investigadores también hacen historia recabando datos importantes que exponen al criterio de estudiosos y censores quienes dictaminan cuáles son los que merecen ocupar las páginas de un libro. Los historiadores hurgan antecedentes en códices, libros añosos, revistas y folletos para establecer sus puntos de vista. Y nosotros, lo que no escarbamos fechas en ningún libro, revistas y folletos, y que solamente tratamos de compartir nuestras vivencias extraídas del recuerdo, también debemos pertenecer a esos historiadores, porque ofrecemos narraciones y relatos que se convierten en historia, en esa historia real que sí tiene testigos que aún viven y beben y que es la historia en la que participamos de algún modo y que no está acompañada de fantasía, sino que, muchas veces, haciéndonos los chistosos, la exponemos al receptor para que sonría por su amenidad y falta de sintaxis, desprovista del rigorismo de una gramática académica poco entendible para un pueblo sediento de "puntadas".
Todos han escrito sobre los personajes más valiosos de su comunidad. Han narrado bellamente los sitios que hicieron famosa a su ciudad y han descrito bellamente los lugares que son parte de su historia. Y este aprendiz de relator que solamente ha escrito sobre reflexiones, películas y mujeres, fútbol y escuela, canciones y ritmos de Rock and Roll, incluyendo algunas personas que no han sido ni serán importantes en mi existencia.
Como todo aquel que tiene mucho qué decir, mucho qué contar, mi estilo es directo, claro, ameno y sustancial, aunque no por ello me olvido del ritmo y la metáfora y de imprimir al verbo la emoción que merecen mis estampas, mis bien pintados cuadros de vida, mis personajes eminentemente realistas, mis secuencias llenas de autenticidad y colorido. Pero soy, más que literato, narrador, testigo que cuenta, que advierte, que acusa, con la intención de no dejar morir, de no olvidar, de no permitir que olviden. Siempre coloquial, recuerdo más al patriarca que transmite por la oración la sustancia fundamental del devenir de la tribu, el abuelo que cuenta, que el artista que trata de lucirse para exhibir su matrimonio o amasiato con la musa.
Por eso es tan fácil leerme, cronista de barrio, que sí puedo presumir de la influencia de mi prosa. Me buscan por razón natural aquellos que están pintados en el relato, que lo vieron, que lo vivieron, que circularon por los escenarios descritos; pero también me buscar quienes tratan de saber, los gustosos de bucear en otros tiempos y en otros mares; los que prefieren un teatro vivo puesto en foros existenciales y bullentes, los curiosos, los preocupados, los añorantes y hasta los eruditos de la antropología (que a veces es también antropofagia) , de la sociología y de la historia.
Puesto que hablo de lo que ví y de lo que viví, de lo que he visto y vivido, de lo que veo y sigo viviendo, despierto un interés inmediato y permanente; qué fresco, qué saludable meterse en una prosa en que no habremos de encontrar los tropiezos de la cita abusiva, del emplomado juicio crítico, de las tropezantes notas a pie de página. Historia fluida y sin remilgos, natural, fresca, franca, espontánea y viva microhistoria y barrio-historia que por hablar del aquí, de mí y de ti, como la piedra en el agua, produce círculos de rumor que se expande hacia lo universal y que por lo mismo ya tiene carácter permanente, es y existe per secula seculorum.
Pero, ante todo, frente a la prosa de Javier hay que olvidarse de cualquier consideración, de cualquier especulación, crítica, filosófica o sociológica, y simplemente sentarse a leer. He dicho.
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