Los seres humanos desean una vida de dignidad y autorrealización. Sin embargo la vida nos asesta golpes crueles que nos distraen de esas metas. La sociedad nos enseña a actuar de un modo incompatible con esos objetivos.
Como resultado, el mundo está lleno de personas que no reconocen su propia fuerza, o que han aprendido a actuar con un estilo inferior porque se creen inferiores. Juzgan imposible la expresión de algunas emociones, como la cólera o la ternura, y a veces ni siquiera las sienten. Se inclinan humildemente ante los deseos de los demás y encierran los suyos en su interior. Como no poseen el control de su propia vida, cada vez se sienten más inseguros.
Y aceptan ese estado de inseguridad.
En términos psicológicos decimos que tienen una personalidad inhibida. Creen tener mil razones para no actuar, y diez mil razones para rechazar la intimidad. Carentes de autosuficiencia, viven la vida según las reglas y caprichos de otros. No saben quiénes son, qué sienten, ni qué quieren.
En contraste con ellos, los que tienen una personalidad excitativa (o activa) no temen a sus sentimientos. Ni les asusta la intimidad ni el combate; actúan por la fuerza. El hombre excitativo sabe quién es, qué quiere. Es asertivo, afirma constantemente su personalidad.
Con frecuencia, la víctima de la inseguridad no la reconoce como un problema emocional. Justifica su pasividad y temor con excusas: " Si le replico, mi marido se enfurecerá conmigo", "Si me niego a hacer esto, ella no me querrá", "Mi jefe me despedirá si le pido un aumento, ¿por qué molestarme en intentarlo? Seguro que fracaso". Indudablemente, esas personas sufren las tristes y graves consecuencias de su inseguridad: falta de desarrollo personal y de éxito, relaciones rudimentarias, angustia mental y síntomas psicosomáticos que van de la fatiga y la migraña a las úlceras y la impotencia.
Esta conducta, con sus consecuencias infortunadas, se aprende. Y, aún cuando represente un esquema de vida neurótica, es posible olvidarla.
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