Después de nuestra última cita ella se desaparecería un par de semanas sin notificarme que iba a hacer o a donde pensaba ir. Por mi parte, hallándome en un estado de completo fastidio y tristeza, intentaría salir con otra chica a la que llevaba un par de meses de haber conocido a través de la Internet, lo cual no se concretaría, supongo que por el miedo. No por el mío, sino por el suyo.
Cuando ella volvió, me sorprendió muchísimo, ya que en algún momento yo estaba comenzando a sospechar que todas aquellas ilusiones recién construidas eran una nueva mentira suya, pero no fue así. Al regresar seguía con el mismo discurso, el que estribaba en un singular propósito fundamental y esperaba cumplirlo enteramente: tan simple como que deseaba verme mucho más que antes. Fue entonces que me enteré que aquellas semanas de su ausencia se debían a que había salido de vacaciones a alguna playa mexicana, un dato más que insignificante.
En la primera oportunidad con la que contamos para volver a salir, ella se ocultó de nuevo. Aquel fin de semana me aburrí profundamente ya que además de lo que yo consideraba como un abandono, en mi dulce hogar no contábamos con energía eléctrica. Por ello decidí llamarla para enterarme en donde se localizaba. Y resultó que estaba en una fiesta a la que había acudido por invitación de sus padres, en un sitio muy caluroso que está muy cerca de esta ciudad. Al momento de mi llamada la noté distante y preferí que la charla fuese breve, aunque en realidad me imagino que estaba distraída como siempre era y no tanto que su despiste tuviera que ver de manera directa conmigo. Debido a tal rechazo, permanecería toda la noche abatido y sin esperanzas de volver a verle. Sin embargo, por la tarde, al día siguiente, me llamaría para disculparse. Ese pequeño detalle me volvería a motivar bastante para continuar y alcanzar la meta que tanto ella como yo, nos habíamos propuesto.
Exactamente una semana posterior a ese minúsculo incidente de la desatención, un domingo muy frío de inicio de año, alrededor de las 9 de la mañana, fuimos a desayunar. Lo recuerdo como un buen día y con tal adjetivo tan simple quiero expresar lo ameno y atrayente que fue. Conversamos de manera fluida y todo permaneció en calma. Por lo menos hasta que no apareció alguno de mis comentarios mordaces y su carácter puntilloso, que eran una de las peores combinaciones que pueden existir en este mundo.
Incluso la noche anterior es difícil de ignorar. Después de horas de supuesta charla o más bien todo el chismorreo adolescente que compartimos, de su propio juicio surgiría la brillante idea de ir a tomar café a una tienda de autoservicio. En un gesto de absoluta desaprobación a su propuesta, yo sugeriría el desayuno, puesto que contaba con el efectivo necesario debido a la gratificación típica de fin de año.
Esa noche yo no dormí nada. Por una parte estaba a punto de enfermarme y la tos no me dejó conciliar el sueño. Aunque sospecho que además existió en ello una dosis elevada de nerviosismo. Sabía perfectamente que el momento se estaba acercando cada vez más. De esa cita me quedé con su peculiar mirada hacia mí y nuestra charla tan relajada y tan jovial.
Al salir de ahí la acompañé a algunas tiendas y ocurrieron nuestros primeros arrumacos, sin nada de besos y esas cosas llenas de caramelo. Fue una mañana entretenida, pero el final no fue tan positivo como todo lo demás del encuentro o por lo menos no lo fue para mí. Al espantoso momento de la despedida yo intenté dar el siguiente paso y fui apartado, lo cual me volvió a decepcionar lo suficiente como para no pretender volver a cruzar miradas.
Cuando estuve de retorno en mi casa, ella me llamó, costumbre inútil que no perdería hasta el último día que nos vimos. Llamarme era improductivo porque solo me preguntaba qué estaba haciendo o si ya me encontraba en casa o si me iba a conectar o cosas tan bobas que andaban por la misma línea. No obstante no dejábamos de comunicarnos e igualmente las citas se incrementaron. Cada vez salíamos más y a pesar de que mis constantes reclamos nos hacían discutir, sabía que en muy poco tiempo, uno muy cercano, empezaríamos nuestro amorío.
Eso último ocurrió un domingo por la tarde a finales de enero. Mi vaticinio no fue erróneo. Mi hermano, quien contaba con auto propio en los días que viviamos, fue el que me puso en el sitio de la reunión: el mismo café de siempre. A causa de nuestras incipientes discusiones, el día anterior ella me había comentado que ansiaba verme ya que quería comentarme algo muy importante. Obviamente yo sabía de que se trataba todo el asunto, sólo que decidí fingir demencia.
Para no perder la costumbre, arribó con un gran retraso al lugar. Recuerdo mi impaciencia y preocupación porque llegara. Cuando por fin lo hizo, nos saludamos de modo cordial y partimos hacia la cafetería. Enseguida de ordenar y hallar una mesa adecuada en el exterior para poder fumar, nos dispusimos a dialogar. En realidad, evitó lo más que pudo el tema o mejor dicho lo más que pude permitírselo.
Cuando perdí la paciencia al darme cuenta que no contaba con unos enormes deseos de tocar el punto esencial que nos había puesto ahí, la interrumpí y le pregunté de modo resuelto que era lo importante que tenía que decirme. Se incomodó y comenzó a titubear, hasta que de su boca, con una voz quebrada y en tono bajo expresó que me quería. Para presionarle mas, pero básicamente para escuchar lo que anhelaba que dijera, le respondí que eso ya lo sabía, que era más que obvio que en la amistad se siente cierto afecto por un conocido.
-No- replicó.
Cuando ella volvió, me sorprendió muchísimo, ya que en algún momento yo estaba comenzando a sospechar que todas aquellas ilusiones recién construidas eran una nueva mentira suya, pero no fue así. Al regresar seguía con el mismo discurso, el que estribaba en un singular propósito fundamental y esperaba cumplirlo enteramente: tan simple como que deseaba verme mucho más que antes. Fue entonces que me enteré que aquellas semanas de su ausencia se debían a que había salido de vacaciones a alguna playa mexicana, un dato más que insignificante.
En la primera oportunidad con la que contamos para volver a salir, ella se ocultó de nuevo. Aquel fin de semana me aburrí profundamente ya que además de lo que yo consideraba como un abandono, en mi dulce hogar no contábamos con energía eléctrica. Por ello decidí llamarla para enterarme en donde se localizaba. Y resultó que estaba en una fiesta a la que había acudido por invitación de sus padres, en un sitio muy caluroso que está muy cerca de esta ciudad. Al momento de mi llamada la noté distante y preferí que la charla fuese breve, aunque en realidad me imagino que estaba distraída como siempre era y no tanto que su despiste tuviera que ver de manera directa conmigo. Debido a tal rechazo, permanecería toda la noche abatido y sin esperanzas de volver a verle. Sin embargo, por la tarde, al día siguiente, me llamaría para disculparse. Ese pequeño detalle me volvería a motivar bastante para continuar y alcanzar la meta que tanto ella como yo, nos habíamos propuesto.
Exactamente una semana posterior a ese minúsculo incidente de la desatención, un domingo muy frío de inicio de año, alrededor de las 9 de la mañana, fuimos a desayunar. Lo recuerdo como un buen día y con tal adjetivo tan simple quiero expresar lo ameno y atrayente que fue. Conversamos de manera fluida y todo permaneció en calma. Por lo menos hasta que no apareció alguno de mis comentarios mordaces y su carácter puntilloso, que eran una de las peores combinaciones que pueden existir en este mundo.
Incluso la noche anterior es difícil de ignorar. Después de horas de supuesta charla o más bien todo el chismorreo adolescente que compartimos, de su propio juicio surgiría la brillante idea de ir a tomar café a una tienda de autoservicio. En un gesto de absoluta desaprobación a su propuesta, yo sugeriría el desayuno, puesto que contaba con el efectivo necesario debido a la gratificación típica de fin de año.
Esa noche yo no dormí nada. Por una parte estaba a punto de enfermarme y la tos no me dejó conciliar el sueño. Aunque sospecho que además existió en ello una dosis elevada de nerviosismo. Sabía perfectamente que el momento se estaba acercando cada vez más. De esa cita me quedé con su peculiar mirada hacia mí y nuestra charla tan relajada y tan jovial.
Al salir de ahí la acompañé a algunas tiendas y ocurrieron nuestros primeros arrumacos, sin nada de besos y esas cosas llenas de caramelo. Fue una mañana entretenida, pero el final no fue tan positivo como todo lo demás del encuentro o por lo menos no lo fue para mí. Al espantoso momento de la despedida yo intenté dar el siguiente paso y fui apartado, lo cual me volvió a decepcionar lo suficiente como para no pretender volver a cruzar miradas.
Cuando estuve de retorno en mi casa, ella me llamó, costumbre inútil que no perdería hasta el último día que nos vimos. Llamarme era improductivo porque solo me preguntaba qué estaba haciendo o si ya me encontraba en casa o si me iba a conectar o cosas tan bobas que andaban por la misma línea. No obstante no dejábamos de comunicarnos e igualmente las citas se incrementaron. Cada vez salíamos más y a pesar de que mis constantes reclamos nos hacían discutir, sabía que en muy poco tiempo, uno muy cercano, empezaríamos nuestro amorío.
Eso último ocurrió un domingo por la tarde a finales de enero. Mi vaticinio no fue erróneo. Mi hermano, quien contaba con auto propio en los días que viviamos, fue el que me puso en el sitio de la reunión: el mismo café de siempre. A causa de nuestras incipientes discusiones, el día anterior ella me había comentado que ansiaba verme ya que quería comentarme algo muy importante. Obviamente yo sabía de que se trataba todo el asunto, sólo que decidí fingir demencia.
Para no perder la costumbre, arribó con un gran retraso al lugar. Recuerdo mi impaciencia y preocupación porque llegara. Cuando por fin lo hizo, nos saludamos de modo cordial y partimos hacia la cafetería. Enseguida de ordenar y hallar una mesa adecuada en el exterior para poder fumar, nos dispusimos a dialogar. En realidad, evitó lo más que pudo el tema o mejor dicho lo más que pude permitírselo.
Cuando perdí la paciencia al darme cuenta que no contaba con unos enormes deseos de tocar el punto esencial que nos había puesto ahí, la interrumpí y le pregunté de modo resuelto que era lo importante que tenía que decirme. Se incomodó y comenzó a titubear, hasta que de su boca, con una voz quebrada y en tono bajo expresó que me quería. Para presionarle mas, pero básicamente para escuchar lo que anhelaba que dijera, le respondí que eso ya lo sabía, que era más que obvio que en la amistad se siente cierto afecto por un conocido.
-No- replicó.
-¿Como hermanos?
-No, tampoco- protestó.
-Entonces, ¿como que?
- Como novios- afirmó.
-¿Como novios? ¿Eso es lo que quieres que seamos tú y yo?- alegué con decisión.
Agachó la cabeza y alzó la mirada de una manera retraída. Después sólo asintió.
- ¿ Y tú?- Debo admitir abiertamente que mi respuesta también fue afirmativa.
Y nos dimos un abrazo, sin besarnos. Así de esa forma tan ridícula, mojigata y adolescente dio inicio nuestra relación amorosa.
El primer beso sucedería en el piso superior del mismo cafetín. Terminaríamos ahí, luego de que ella se excediera quejandose amargamente durante horas del frío. Fui yo quien tomó la iniciativa para ese asunto del beso. Para mi fue algo algo insulso. Pero ya no había vuelto atrás. Debo manifestar que mi ilusión respecto a nuestro incipiente noviazgo era mayor comparada con mi capacidad para examinar sus habilidades para besar.
En mi mente no dejaba de ser una experiencia provechosa en mi vida. Es decir, mirándolo hacia el futuro. Por fin estaba logrando sepultar mi inagotable depresión, la apatía y por supuesto mi anterior relación. Esto último fue el primer equívoco que cometería.
-No, tampoco- protestó.
-Entonces, ¿como que?
- Como novios- afirmó.
-¿Como novios? ¿Eso es lo que quieres que seamos tú y yo?- alegué con decisión.
Agachó la cabeza y alzó la mirada de una manera retraída. Después sólo asintió.
- ¿ Y tú?- Debo admitir abiertamente que mi respuesta también fue afirmativa.
Y nos dimos un abrazo, sin besarnos. Así de esa forma tan ridícula, mojigata y adolescente dio inicio nuestra relación amorosa.
El primer beso sucedería en el piso superior del mismo cafetín. Terminaríamos ahí, luego de que ella se excediera quejandose amargamente durante horas del frío. Fui yo quien tomó la iniciativa para ese asunto del beso. Para mi fue algo algo insulso. Pero ya no había vuelto atrás. Debo manifestar que mi ilusión respecto a nuestro incipiente noviazgo era mayor comparada con mi capacidad para examinar sus habilidades para besar.
En mi mente no dejaba de ser una experiencia provechosa en mi vida. Es decir, mirándolo hacia el futuro. Por fin estaba logrando sepultar mi inagotable depresión, la apatía y por supuesto mi anterior relación. Esto último fue el primer equívoco que cometería.
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