La extraña abrió las llaves de la regadera y esperó desnuda junto a la cortina reconociendo las pequeñísimas gotas de agua tibia que salpicaban sus muslos pálidos. Acercó sus dedos al agua aunque no necesitó tocarla para saber que ya estaba lista, el vapor se lo había confesado.
Como el agua no realizaba otra cosa que esperar a ser disfrutada por ella y su acompañante, la extraña no tardó ni un segundo en desgañitarse con decisión para que el forastero acudiera a la cita con la limpieza, esa que puede provocar gripe de sólo imaginarla.
Antes de que él apareciera, se escurrió dentro de la regadera como un ladrón nocturno y dejó que el agua remojara su piel un poco antes de comenzar el ritual del baño. Metió la cabeza bajo el tibio chorro de agua, imaginando una cascada, un lugar. Se detuvo ahí, sólo bajó un poco la cabeza para permitir un espacio para respirar entre el agua y su cabello. El vapor ya había llenado todo el cuarto, apenas podían verse las paredes.
En eso estaba la extraña, cuando el forastero abrió con diligencia la puerta, se mostró ante sus ojos, preguntando qué es lo que sucedía, por qué esa mujer le requería con tanta prisa. Ella le respondió con firmeza que deseaba verlo desnudo. Por un momento la reacción del forastero fue de sorpresa, sin embargo realmente deseaba estar con la extraña, para compartir el agua y percibir cómo las gotas gruesas caen sobre el rostro, el impacto de cada una sobre su piel frágil ante el calor, ante la humedad.
Así que accedió a bañarse con ella, con la extraña. También anhelaba sentir su cuerpo junto al suyo, apreciar cómo las gotas se derraman a través de sus senos, de sus caderas, de sus piernas carnosas; atravesando el principio de su pubis y de los vellos que lo protegen. Nada más de pensarlo su miembro se ponía tan duro que no podía ocultarlo bajo sus pequeñas manos.
Las gotas empezaron a caer y cada una se estrellaba y se deshacía en pedazos contra su superficie de mortal húmedo. La extraña, asustada, alzó la vista pero ya no podía ver las paredes, la cortina, las llaves del agua, no podía ver sus pies; ya sólo la rodeaba el vapor, no podía ver el piso ¿dónde estaba el piso?
La extraña se percató de que el forastero estaba cayendo, caía y no veía el fondo por el vapor espeso (¿o acaso sería porque estaba demasiado lejos?)
Ni la humedad pudo ayudarle a frenar un poco la mortal caída, porque no era suficiente, el extraño era demasiado pesado para flotar con el vapor que luchaba por sostenerlo en el aire.
La extraña se consoló abrazándose, sintió su propia piel, superficie frágil ante el calor, ante la humedad.
El forastero se estrelló en el piso del baño sobre los otros cuerpos despedazados.
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